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  • Foto del escritorMerche Toraño

ABRAN A LA GUARDIA CIVIL


Todo empezó por una denuncia firmada con tinta verde

Historia real



Conchi y Nedi en una etapa feliz. Antes de la guerra


Levantado el sitio de Oviedo y tomado Gijón, “los nacionales” ocupaban Asturias. En los bandos opuestos que luchaban para conseguir cada uno la victoria, ya destacaba un ganador. Esa guerra civil que había maltratado ciudades, pueblos, vidas… y que rompía de cuajo esperanzas de futuro e ilusiones, continuaba en los campos de batalla y, sobre todo, en el alma de los que afianzándose como establishment sentían rabiosamente la necesidad de venganza contra quienes no habían empatizado con su causa.


Un día cualquiera de un mes cualquiera de 1937, unos golpes en la puerta de su casa y el grito de “ABRAN A LA GUARDIA CIVIL” sobrecoge a la familia Toraño-Espinedo. Pronto entendieron que su sobresalto era más que fundado.


Una pareja de la benemérita se llevó a Hermógenes. Sus dos hijas, en el umbral de la adolescencia, no entendían ese asalto súbito a su intimidad y mucho menos que les arrebataran a su padre. La madre tampoco alcanzaba a comprender por qué esa persona pacífica, su marido, que nunca había intervenido en asuntos de política, y que solo vivía por y para su familia, fuera arrestado por “rojo”. Se enteró, no mucho después, que, probablemente un error evitó que ella fuera también prendida. La mujer tampoco tenía afiliación política alguna pero su personalidad un tanto libertaria y sus preferencias por la izquierda, manifestadas libremente por ella en su entorno más cercano, la habrían colocado en una situación de proscrita y perseguida en esa sociedad, ahora apoderada por las fuerzas golpistas. La desgracia había recaído sobre ese núcleo familiar a causa de una acusación injuriosa, cosas de esos tiempos revueltos en que los malvados aprovechan para dar rienda suelta a sus más viles instintos. Terminada la guerra, alguien con acceso a unos archivos les habló de la denuncia. Estaba firmada en verde no era un color de tinta muy habitual, pero sí marca distintiva de un familiar de los denunciados.


A partir de ese momento, la vida cómoda de esas cuatro personas cambió de golpe para convertirse en una espiral de sobresaltos y carencias que nunca antes habían conocido. Con el cabeza de familia en prisión, perdido el patrimonio familiar por obra y gracia de una confiscación de bienes, la madre con sus dos niñas tuvo que comenzar un peregrinar de lugar en lugar, evitando siempre ser reconocida, trabajando en una fábrica de conservas aquí, como cocinera allí… y al mismo tiempo procurando evitar seguir la misma suerte de su marido, tenía que sacar a sus hijas adelante. Además de sus bienes materiales, a la mujer le tocó perder una parte de su identidad, su nombre. Era Isidora antes de la contienda bélica y fue Concha a partir de entonces. Ni siquiera ejerció el activismo, no había hecho nada, solo tener su propio criterio y, sobre todo, no sentir miedo ante la defensa de los derechos humanos y la libertad.


Terminada la Guerra Civil en España y comenzada la Segunda Guerra Mundial, en la fabricación de armamento era fundamental el wolframio, y Hitler su principal demandante. El gobierno de Franco buscaba una salida para desmasificar las cárceles, a tope de prisioneros políticos, y encontró la solución perfecta en los yacimientos españoles de ese mineral. Allí se podría mandar a los encarcelados para redimir penas por el trabajo. Un año de actividad minera les proporcionaría a los elegidos un descuento de hasta una tercera parte de su condena. Era mano de obra muy necesaria en esos momentos. Pudieron acogerse a este “privilegio” los reclusos con penas menores y que hubiesen mostrado buena conducta, que significaba mayoritariamente poca politización. A los solteros las empresas mineras les facilitaron barracones compartidos, acondicionados para vivir, y a los casados se les permitió la reunificación familiar. Los condenados generalmente formaban parte de batallones de trabajo y aunque los sueldos en esas minas eran altos para la época, las empresas mineras se quedaban hasta el 75% en concepto de alojamiento y manutención y el resto era lo que se dejaba para las familias. Entre los “afortunados” se encontraban los hombres protagonistas de esta historia de amor y guerra que, cada uno por su lado, tuvieron como destino las minas de Fontao en Pontevedra, una de las pocas del país en las que se extraía wolframio. Isidora, ahora Concha, junto a sus hijas, Nedi y Conchita, viajaron hasta ese pueblo para volver a vivir en familia, y las dos chicas terminaron de hacerse adultas en esas circunstancias de libertad condicionada de su padre.


Entre los presos políticos había grupos familiares pero también hombres solos a los que la redención de penas había proporcionado una mejor manera de llevar su castigo. Los reclusos podían salir y alternar por la localidad, haciendo una vida más o menos normal dentro de unos límites perimetrales. Pero en el universo diegético de esta historia real había además carceleros. En ese territorio vivían prisioneros, guardianes, y trabajadores venidos de otras provincias devastadas por la Guerra Civil y que ahí encontraron la forma de subsistir gracias a la extracción del oro negro, "volfran", le llamaban ellos. Autóctonos, inmigrantes mineros, prisioneros políticos y carceleros se mezclaban entre ellos y, al margen de ideologías, se hacían amigos por sus afinidades o empatías y departían en bares y fiestas populares como personas civilizadas .


Un tiempo después el matrimonio T.E. celebraba dos bodas el mismo día. Sus hijas se casaban. La mayor con Manuel, un joven recluso que iba para tipógrafo y que se había alistado con la república cuando el ejército franquista llegaba a su pueblo, limítrofe entre Asturias y Cantabria. Se había aliado con los perdedores y ahora pagaba con una condena que nadie debe merecer nunca por pensar diferente a los que mandan. La otra hija, la pequeña, se convertía en la esposa de uno de los guardianes de su padre y del novio de su hermana, Antonio, militar de carrera y funcionario de prisiones. Los dos se habían hecho muy amigos pese a sus ideales antagónicos, y ahora se convertían en cuñados. Se llevaron muy bien toda la vida y sus diferencias ideológicas nunca dañaron ni su amistad ni el cariño que se tenían. Fueron un ejemplo de talante democrático en unos años en los que en España ni siquiera se conocía el significado de la palabra democracia.


El mayor, Hermógenes, era mi abuelo materno, Manuel mi padre y el tercero, que ejerció hasta su jubilación como director de prisiones, fue el tío Antonio, el marido de mi querida tía Conchi. Desgraciadamente ya no vive ninguno pero siguen estando en el corazón de los que nos sentimos orgullosos de ser sus descendientes y su historia permanece en nuestro recuerdo como paradigma de lo estúpido de las guerras.


Los abuelos, Hermógenes y Concha


Imágenes cedidas por la familia a - edad de niebla -

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