Edad de Niebla
Historias musicales: Doña Adela, profesora de piano

Esta es la semblanza de un personaje muy conocido en el Valladolid provinciano de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo.
Cuando nos la presentaron, doña Adela S. era una cincuentona redonda y pequeña, muy afable y simpática. Daba clases de piano en su propia casa a niños y niñas de entre cinco y doce años. Componía piezas sencillas y pegadizas para manos pequeñas y a los diez días de comenzar el curso, el alumno o alumna ya era capaz de recordar e interpretar al piano una breve pieza musical.
Durante las primeras clases el aprendizaje se mantenía únicamente en un diálogo cordial entre el piano y los deditos de las manos del alumno, sabiamente dirigidos por la profesora. Esta etapa acababa cuando el niño había memorizado media docena de obras sencillas y ofrecía un concierto a sus maravillados papás.
-¡Este hijo nuestro va a ser un nuevo Mozart!, decía alguna mamá. Y doña Adela sonreía, muy complacida.
-¿Y para cuándo el solfeo, doña Adela? -le preguntaban. Y ella volvía a sonreír. No se preocupen, respondía. Empezamos la próxima semana.
Todos sabemos que el solfeo suele ser un enorme pedrusco que obstruye el camino de los principiantes. Pero en el caso de nuestra amiga su aprendizaje se convertía en un nuevo juego, donde la profesora introducía a los niños en el fascinante laberinto de la notación musical, convertido ahora en una selva proclive a toda clase de apasionantes aventuras.
-¿Veis este hermoso papel, niños? Papel pautado, pentagrama, conjuntos de cinco líneas y cuatro espacios en grupos de dos. Y todos los garabatos escritos en él. Miradlo bien, tocadlo, oledlo incluso… -y los pequeños se llevaban el papel a la nariz y luego pasaban sus deditos por las largas líneas rectas y tal vez imaginaban que estaban paseando por los senderos de la música.
-Aquí, en el pentagrama viven los garabatos que representan las notas musicales -seguía la profesora- ¿Los veis bien? Las notas esconden los trocitos de esa música que tanto nos gusta. Hay solamente siete notas, repetidas en varias escalas como generaciones de una misma familia. Yo las llamo Donato, Renata, Miranda, Facundo, Soledad, Lázaro y Simona. Sonoros nombres, ¿verdad? Pero como son nuestros amigos los trataremos con confianza, reduciendo el nombre respectivo a la primera sílaba. Es decir: Do-Re-Mi-Fa-Sol-La-Si- Fácil de aprender y recordar. Y como ya tenemos la letra, queridos niños, vamos ahora a ponerle voz a cada nota.
Doña Adela se sentaba al piano y hacía sonar un claro y vibrante Do en la escala central del instrumento. Y otra vez y otra más, mientras ella cantaba la nota en voz alta y mantenía en el aire la vibración del sonido, como lo haría una soprano en plena actuación.
-Muy bien, Donato, muy bien. Deja paso ahora a Renata -doña Adela repetía el sonido al piano y el canto de la nota re. Y luego, de una en una, el de las restantes notas. Y después ella y el pequeño coro infantil, todos juntos, entonaban una y otra vez el sonido de la escala musical, ascendiendo gozosamente a la cima del monte –do-re-mi-fa-sol-la-si….- y a continuación dejándose deslizar al punto de partida: si-la-sol-fa-mi-re-do… con gran algazara general.
-Vamos, Luisa, no corras más que los demás- reñía doña Adela a una de las niñas- Todos a la vez. Esto, queridos niños, se llama entonar. Y ahora vamos a aprender a medir. Os voy a presentar el compás, que es una especie de guardia de la circulación para que las notas no se salgan de su camino. Vamos con el compás de compasillo. Brazo derecho estirado, niños. Arriba, abajo, izquierda, derecha. Un, dos, tres, cuatro… Todos a la vez, miradme a mí… -Cualquiera que hubiera aparecido en aquel momento en la clase creería hallarse en una tabla de gimnasia en plena actuación.
Y luego el grupito hacía prácticas de entonar y medir a la vez. Y doña Adela explicaba que cuando Donato se empinaba para ver y cantar por encima de la cabeza de Renata aquello era un sostenido. Y al revés, cuando Soledad se ponía mustia y miraba hacia abajo aquel sonido intermedio y descendente era un bemol. Y si situábamos en fila los sostenidos y los bemoles conseguíamos una hermosa melodía arriba y abajo muy apreciada por los músicos:
Fa Do Sol Re La Mi Si
Si Mi La Re Sol Do Fa
Cantando las notas y midiendo el compás todos juntos, una y otra vez, se iba el resto del tiempo. Y los niños volvían a su casa felices, canturreando los sonidos que acababan de aprender.
En la clase siguiente, doña Adela hablaba de las notas como si fueran soldados de diferentes tamaños y pesos marchando juntos en un desfile .Cada nota tiene su sitio en el pentagrama, bien en una línea, bien en un espacio entre líneas -decía a los niños-. Y hay notas que suenan mucho tiempo y son como señoras gordas y notas muy breves, como señoritas a dieta, y pasan en un suspiro. Son una tribu de sonidos de diferente longitud, desde los más gordos a los más finos, desde las redondas y blancas a las corcheas y a las fusas, ya las iréis conociendo.
Nuestra profesora leía y cantaba al mismo tiempo las notas escritas en el pentagrama. Y explicaba a continuación que en un conjunto de cinco líneas y cuatro espacios entre ellas se escribe la melodía de la canción y corresponde a la mano derecha del pianista. Y en el conjunto paralelo se escribe el acompañamiento y lo ejecuta la mano izquierda del pianista.
-Porque la mano derecha y la mano izquierda del pianista son como un matrimonio bien avenido, algo así como vuestra mamá y vuestro papá, niños –decía la señora- La mano derecha es el ama de casa, la que manda y canta la melodía de la canción. Y la mano izquierda es la que acompaña a la otra y dice que sí a todo lo que propone la mano derecha. ¿No os recuerda esto a papá y a mamá?
Con este pintoresco sistema de enseñanza la educación musical de los peques avanzaba gozosamente. Y un buen día los niños aprendían las claves, que son como los códigos secretos de los espías y se afanaban dibujando el elegante y complicado garabato de la clave de sol, como si fuera el peinado de una señora marquesa.
-Muy bien, niños -decía doña Adela-. Mientras vuestros ojos leen la partitura en el papel del atril, vuestra mano derecha al piano convierte el texto en música, paseándose por la clave de sol en segunda, en tanto que vuestra mano izquierda, como un perro fiel, acompaña la música en su clave de fa en cuarta. ¡Y qué melodía tan maravillosa le sacan al instrumento tocando ambas manitas al unísono, quiero decir, a la vez! ¡Hoy nada menos que el Septimino de don Luis Beethoven, el mejor compositor de la historia!
Porque la transcripción al piano del Septimino de Beethoven, y en especial, su minueto, era siempre la pieza estrella de la fiesta de fin curso. Para entonces, los niños sabían entonar, leer partituras sencillas, tocarlas al piano. Y en ese punto del aprendizaje, doña Adela daba por terminada su misión. El niño - generalmente la niña- que tuviera gusto y aptitudes para convertirse en un verdadero concertista, debía matricularse en el Conservatorio de la ciudad. Ella no admitía ni daba clase a niños por encima de los doce años como máximo.
Se puede decir que doña Adela vivía exclusivamente para sus pianos y para sus alumnos. En su casa había tres salones con un piano vertical en cada uno de ellos, desde un veterano y baqueteado Érard de 1900 para los torpes deditos de los muy principiantes a un moderno Steinway, exclusivo para los alumnos más adelantados. Y como la señora tenía muchos alumnos era normal que los tres pianos sonaran a la vez y ver a doña Adela corriendo de un salón a otro para simultanear las clases.
Pero de su vida privada no sabíamos casi nada. Doña Adela no parecía tener familia, ni marido, ni novio, ni amigos particulares. Y como a ella no le gustaba hablar de sí misma, los padres de sus alumnos, cuchicheando entre ellos, empezaron a inventarse historias fantástica por su cuenta: Doña Adela había sido discípula de Alfred Cortot en el Conservatorio de Paris. Doña Adela era una judía que huía de los nazis. Doña Adela había renunciado a su carrera como concertista a causa de un amor desgraciado. Y doña Adela, cuando le llegaban estos rumores, sonreía y no decía ni que sí ni que no.
Lo cierto es que durante un buen puñado de años nuestra profesora inició a muchos niños en el amor a la música y en la práctica del piano. Y entre ellos, Sarito, Saritín, mi hermana. Y yo mismo estuve a punto de caer en sus redes, hasta que mis padres decidieron que la profesión de pianista no era una opción rentable para mi porvenir.
Pero en cualquier caso, fue doña Adela quien me abrió la puerta al fascinante mundo de la música y su entrañable recuerdo me ha acompañado a lo largo de mi larga vida.
Historia contada por Miguel Garrido
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