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  • Foto del escritorEdad de Niebla

Nuevas anécdotas ferroviarias



En los tiempos anteriores a los de la Era de la Velocidad, viajar en tren por temas de trabajo o de placer tenía el aliciente añadido del propio viaje: Contemplar el paisaje, observar a los compañeros de coche o departamento, entablar conversación con ellos, hacer una arriesgada excursión a los aseos o a la cafetería, asomarse al trajín de las estaciones de paso. Y especialmente, cuando el tiempo no era el factor absorbente que tiene hoy día, un viaje podía durar varias horas, a veces muchas horas y aquello parecía normal. Como también eras normales los retrasos, las paradas en pleno campo y hasta los descarrilamientos.


Contemplar el paisaje era como pasar las hojas de un álbum de fotos de la naturaleza. Montes y valles profundos, ríos, bosques, llanuras cultivadas o en barbecho, pueblos lejanos apiñados en torno a la torre de la iglesia o al pie de una colina donde se erguían las ruinas de un castillo roquero. Asustándonos al cruzar desfiladeros o puentes sobre el abismo o al ver acercarse la boca negra de un túnel que indefectiblemente acaba por tragarnos: "¿Volveremos a ver la luz del día o el tren se quedará atrapado para siempre en las tinieblas del mundo subterráneo?" Y mirar el cielo azul y las nubes y las aves de paso y contar los sucesivos postes del tendido eléctrico, en cuyos hilos metálicos los pajarillos, inmóviles, semejaban notas musicales dibujadas sobre un pentagrama incompleto.


Las personas observadoras se distraían mirando a hurtadillas a sus vecinos de asiento, en sus diversos atuendos, gestos y posiciones. Especialmente al dormir o intentar hacerlo, cuando el durmiente, involuntariamente desinhibido, se mostraba al natural, en sus posturas y ruidos personales: silbidos, jadeos, toses, ronquidos. Pero después de los tanteos iniciales, los viajeros hablaban entre sí. Frases inicialmente intranscendentes, que a veces pasaban a temas mayores y hasta a confesiones y secretos familiares, porque se podía ser sincero con personas a las que no se volvería a ver en la vida. Aunque en ocasiones aquellos encuentros fortuitos daban paso a amistades duraderas.


Los viajes actuales, en cambio, han perdido el encanto de entonces. Suelen ser viajes con impaciencia, el tiempo ya no se mide en horas, sino en minutos. Ya no se contempla el paisaje exterior, los viajeros no se hablan entre sí, generalmente absortos en sus móviles, en sus tabletas o en sus ordenadores. El breve tiempo entre la salida y la llegada al destino de cada viajero no cuenta, ni ocupa espacio en la memoria. Salvo en circunstancias excepcionales, los trayectos en tren apenas generan hoy día anécdotas a recordar.


Anécdotas como las tres que ahora voy a contar a mis lectores, si tienen la paciencia de leerlas. Anécdotas de viajes antiguos, por supuesto: La primera, algo curiosa, la segunda, algo dramática, y la tercera y última, algo increíble.


Hace veinticinco años la Red española de ferrocarriles de vía estrecha, FEVE, hoy integrada en ADIF, intentó resucitar con fines principalmente turísticos e históricos, una olvidada línea férrea que cruzaba la hermosa comarca de las Encartaciones, en el corazón de Vizcaya. Con este fin se restauraron instalaciones y vías y se adecentaron las viejas estaciones del trayecto. Y en el otoño de 1998 se realizó un viaje de prueba para preparar la puesta en marcha definitiva.Una luminosa mañana de octubre comenzó la aventura de aquel viaje, con una par de viejos coches remozados, una locomotora diesel, un puñado de viajeros de agencia de viajes, entre los que estábamos mi mujer y yo, y un guía para anunciarnos y comentar los puntos más interesantes del trayecto.


El convoy avanza lentamente entre verdes colinas y praderas, rebaños de ovejas y caseríos dispersos en el paisaje. La locomotora pita de trecho en trecho para dar aviso de su paso, no vayamos a atropellar a alguna oveja desorientada. Un labrador, que trabaja en un huerto cercano a la vía, detiene la labor y levanta la vista con asombro ante nuestra inesperada visita. Los viajeros nos asomamos a las abiertas ventanillas y le saludamos agitando los brazos.


De pronto, el tren afloja su ya lenta marcha y se termina deteniendo, con un suave chirrido de sus bielas y restantes mecanismos de metal. Pero no hay que asustarse: estamos llegando a un pueblo, aquí delante hay un paso a nivel con la barrera levantada. Nuestro maquinista, su ayudante e incluso el guía descienden a la vía, se acercan al paso a nivel, con esfuerzo bajan la oxidada barrera, regresan al tren, que vuelve a ponerse en marcha muy lenta. .Cruzamos el paso, nos volvemos a parar, nuestro trío baja de nuevo para volver a levantar la barrera, regresa rápidamente y reiniciamos la marcha. Y así un par de veces más en el trayecto.


No sé si este proyecto de tren turístico por las Encartaciones llegó a consolidarse a no. Pero aquel breve viaje al pasado nos dejó un recuerdo muy grato al pequeño grupo de viajeros que participamos en la aventura.

Ahora una escena moderadamente dramática. A mediados de enero de 1978 una intensa nevada cubrió la cordillera cantábrica. El tren nocturno que hacía el trayecto desde Avilés y Oviedo a Madrid murió de madrugada en una vía secundaria de la estación del pueblo leonés de Busdongo, en plena sierra. La tormenta de nieve y viento lo dejaron atrapado. Las luces se apagaron y poco después falló también la calefacción. Y los viajeros -y yo entre ellos-pasamos la noche tiritando a oscuras en nuestros asientos y cabinas.

Con las primeras claridades del alba los viajeros más decididos nos arriesgamos a bajar del tren para resguardarnos en la cercana estación. Al no haber andén, la distancia al suelo era considerable y al saltar desde el estribo de la puerta de salida, la nieve, amontonada por el viento al costado del tren, nos cubría hasta más arriba de las rodillas.


Avancé penosamente bajo un cielo plomizo, con el viento y la nevisca dándome en el rostro y condensándose en mis pestañas, hacia las luces acogedoras de la cantina de la estación. El trayecto que en circunstancias normales era corto, me parecía entonces muy largo y dificultoso y sin querer me hacía recordar a los valientes exploradores polares de entre los siglos diecinueve y veinte: los nombres de Scott y Amundsen, por ejemplo, me venían a la mente.


En la cantina, por fin, pude calentarme junto a la encendida estufa de leña del local y reponer fuerzas con bocadillos y cervezas. Otros viajeros llenaban la estancia y a lo largo de la mañana y de la tarde fuimos recibiendo noticias de la situación. Parece que hasta media docena de máquinas quitanieves –al parecer toda la flota de la comarca- fue llegando para desatascar nuestro tren y sucesivamente fue también quedándose atrapada en la nieve. A mediodía aterrizó dificultosamente un helicóptero para trasladar a Madrid a una joven viajera que iba a ser operada con urgencia. Y a las seis de la tarde, ya de noche cerrada, varios autocares nos trasladaron al pueblo siguiente, después de la sierra, donde nos esperaba otro tren para llevarnos a Madrid, y esta vez sin más incidentes.


Pero la verdadera gracia de esta pequeña anécdota es de carácter íntimo y personal. Mi padrino Miguel y su hermana, mi madrina Isi (Isidora) y su familia procedían de aquel pueblo de Busdongo. A la muerte de mi padre, casi treinta años antes, había perdido todo contacto con ellos. Pregunté a la cantinera y a su marido y resulta que si los conocían, porque en los pueblos todo el mundo conoce la vida y milagros de todo el mundo. Y aquella afable pareja me puso al día sobre nuestros viejos amigos, con más penas y muertes que alegrías. Aquel inesperado encuentro me devolvió por unos momentos a mis años de infancia y adolescencia.


Y voy a terminar mis recuerdos ferroviarios, con una anécdota que parece un tanto inverosímil.


En aquellos años 70 y 80 del pasado siglo, tras el fin del régimen franquista, todas las costuras que nos comprimían se soltaron de golpe y la libertad (o el libertinaje, como decía la gente de orden) nos inundó en todos los aspectos. Y uno de ellos, el de las huelgas, prohibidas y reprimidas durante los largos años de dictadura.


En otro de mis viajes de Oviedo a Madrid, en un tren diurno, mi viajera de asiento, una señora de edad mediana, charlaba conmigo, muy preocupada. En la capital, sin salir de la estación, iba a cambiar a otro tren dos horas después de la llegada del nuestro, pero le habían dicho que había huelga de maquinistas y que era muy probable que su segundo tren no llegase a salir. Así que cuando pasó el revisor le preguntó sobre la veracidad de la noticia y qué podía hacer si realmente había huelga.Sí, señora -le respondió el revisor con gesto grave- Hay huelga de maquinistas y es casi seguro que se tren no vaya a salir. Porque no es una huelga dictada por el sindicato y aprobada por la autoridad, sino una huelga personal de algunos maquinistas en virtud a su sagrado derecho de huelga. Y en cuanto a lo que puede usted hacer, puede cambiar su billete. O puedo yo agenciarle la dirección de su maquinista, para que vaya usted a verlo a su casa y trate de convencerlo con razones y lágrimas para que vuelva al trabajo.


¿Era una broma de mal gusto o la confirmación del sagrado derecho personal a la huelga? No lo sé, pero lo cuento tal como yo lo oí.


Colaboración: Miguel Garrido



lmagen cedida a - edad de niebla - por A.F. Collado



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