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Personas animosas



El temple de las personas se pone en evidencia especialmente en situaciones difíciles de la vida: guerras, catástrofes naturales, incendios, desgracias personales, como una enfermedad grave o la pérdida de un ser querido. Son momentos en los que hay que conservar la mente fría y tomar decisiones inmediatas y a menudo trascendentales


Tales situaciones, la mayoría de ellas inesperadas, pueden afectarnos a todos: hombres y mujeres, jóvenes, maduros, viejos, incluso niños. Son situaciones en las que normalmente no solemos, ni nos gusta, imaginar: "¿Qué haría yo en el caso de…?" Pero es precisamente ahí, cuando ocurre lo inesperado y urgente, cuando se demuestra el verdadero valor de las personas.


Sin ánimo de generalizar y basado únicamente en experiencias personales, creo que las mujeres reaccionar mejor, más de prisa y con más sensatez que los hombres. Quizás son más realistas y están más cerca de los pequeños detalles de la vida que sus compañeros. Pero también es cierto que cada persona es un caso y, como he dicho antes, no es conveniente generalizar.


Y como ejemplo de persona animosa en tiempos difíciles os voy a comentar el caso de mi antigua amiga, Carmen R., con quien traté hace más de sesenta años.


Carmen era una mujer pequeñita, delgada, rubia, de aspecto frágil. Cuando yo la conocí se hallaba en esa edad incierta en torno a los cuarenta y tantos años. Tenía marido, más alto y fuerte que ella, y dos hijos: un adolescente de diecisiete años y una niña de doce. Los cuatro viajaban juntos, enrolados en una compañía de teatro ambulante: ella tocaba el violín en un conjunto mínimo de cuatro o cinco músicos. Él hacía de todo: comparsa, tramoyista, carpintero, actor ocasional. El hijo le ayudaba, la niña no hacía nada y procuraba hacerse invisible y no estorbar.


Y fue precisamente entonces, a mediados de un septiembre del siglo pasado, en las ferias de Valladolid, donde había recalado su compañía teatral, cuando a Carmen, de repente, se le vino el mundo encima. El marido, fumador impenitente, empezó a escupir sangre y hubo que llevarlo a toda prisa a un servicio sanitario de urgencias. Una radiografía y un diagnóstico inapelable: hemoptisis pulmonar a causa de una tuberculosis galopante. Había que hospitalizarlo y aislarlo del mundo.


La compañía teatral liquidó de mala manera los haberes de la pareja, se desentendió de ellos y escapó de Valladolid.


Y aquí empezó el milagro de Carmen: en lugar de arrugarse y hundirse en el desánimo, Carmen se creció. Con su aspecto inocente de niña buena que no ha roto un plato en su vida, se hizo brisa sutil y empezó a colarse en los despachos de la gente importante de la ciudad: el alcalde, el presidente de la Diputación, el director de la orquesta sinfónica municipal, el director del sanatorio antituberculoso, el jerifalte franquista de la Obra Sindical de la Vivienda. Y me queda la duda de si no le llegaría a pedir una recomendación a la mismísima Virgen de San Lorenzo, patrona de la ciudad, para que el señor Arzobispo la pusiera en la lista de amparo de alguna asociación caritativa.


Y es que Carmen empezó a pedir ayudas a todo el mundo con tanta inocencia, sinceridad e incluso alegría que parecía darle la vuelta a la situación, como si al ayudarla te estuvieras ayudando a ti mismo, con la satisfacción de ser una buena persona y haber cumplido con tu deber de solidaridad.


Lo cierto es que a los dos meses de esta nueva etapa de su vida, Carmen tenía un puesto de violín segundo en la orquesta sinfónica de la ciudad, una pequeña subvención de una asociación de caridad y una vivienda de sesenta metros cuadrados, con jardín o huerto mínimos, en una barriada obrera que el Régimen terminaba de construir a las afueras de la ciudad. El marido estaba recluido en el gran sanatorio antituberculoso de Viana con habitación individual, la niña asistía como becaria a las clases de un prestigioso colegio de monjas y el chaval trabajaba como peón de albañil en una constructora de la ciudad.


-Tú, ¿qué saber hacer?, le había preguntado el encargado- ¿Has trabajado en una obra alguna vez?


-Sí, señor -respondía el muchacho, bajando los ojos-He trabajado en varias obras, como La venganza de don Mendo y La vida es sueño.


El encargado se echaba a reír y le palmeaba las espaldas: " Aquí no necesitarás el cerebro, sino el músculo, hijo," respondía riendo : " Y tu me pareces un poco enclenque".


Y Carmen, la madre, sin perder nunca la sonrisa ni las palabras amables, multiplicaba sus gestiones y hacía milagros con el dinero. Cuando visitaba al marido en el sanatorio siempre le llevaba un paquete de comida selecta.


Nosotros la conocimos a través de la Orquesta Sinfónica de la ciudad, donde mi hermana era uno de los violines primeros. Y yo le busqué el trabajo al hijo. Fuimos buenos amigos durante unos pocos años, les ayudamos con pequeños y discretos donativos, compartimos con ellos momentos de bonanza e incertidumbre. Y cuando nos fuimos de Valladolid nos seguimos escribiendo durante algunos años, porque Carmen no dejaba de expresar su gratitud a las muchas personas que la habían ayudado. Así supimos que el marido murió pocos meses después, que ella consiguió un trabajo decentemente pagado, que se mudaron pronto a una nueva vivienda en el centro de la ciudad. La hija hizo un buen matrimonio, el hijo se fue a Barcelona y empezó a hacer pequeños papeles en películas de bajo coste. Pero lo que siempre he recordado a lo largo de mi larga vida es la imagen de la señora, siempre sonriente y atenta, mientras nos decía: "La gente es buena. Y si te acercas a ella con la mirada limpia y los brazos abiertos, la gente abre los suyos para recibirte".


Miguel Garrido


Imagen de - edad de niebla -

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