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  • Foto del escritorEdad de Niebla

Trenes y estaciones.



Mi abuelo paterno, mi padrino y uno de mis tíos eran maquinistas ferroviarios, en la época heroica (y sucia) de las locomotoras de carbón. Mi padre y su hermano mayor trabajaron toda la vida como empleados de ferrocarriles, cuando su empresa tenía el romántico nombre de Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España, precursora de las actuales RENFE y ADIF. A mis dos meses escasos de vida mis padres me llevaron en tren a conocer la Exposición Internacional de 1929 en Barcelona (aunque no recuerdo haber visto gran cosa). Mi infancia, adolescencia y primera juventud estuvieron marcadas por los viajes en tren, con dos pequeños descarrilamientos incluidos.


Vale este breve preámbulo para destacar la fascinación que siempre ha tenido para mí todo el sistema ferroviario (o ferrocarrilero, como creo que dicen por Sudamérica). Al que hay que añadir en lugar destacado, las grandes estaciones ferroviarias, pequeñas ciudades, pequeños mundos, lugares de encuentro y despedida, tiendas donde todo se puede comprar (más caro, desde luego, porque el viajero apresurado no mira precios ni regatea), sitios de ocio y descanso, cruce de prisas y esperas. Por eso, siempre -o casi siempre- que llego a una nueva ciudad trato de visitar su estación, o estaciones principales, aparte, y a veces por encima de otras cualesquiera inquietudes culturales y artísticas.


Hace muchos años, en uno de mis pasos por París, hice la ruta de las grandes estaciones de aquella época. Y fue un paseo fascinante: París-Norte (Inglaterra y Países Bajos incluidos). París-Este (Verdún) para Alemania, Saint-Lazare para el Oeste, estación de Lyon al Mediterráneo e Italia, París-Austerlitz, vieja y entrañable estación donde desembarcaban los trabajadores españoles con sus viejas maletas de cartón.


Y también en aquella época realicé un amplio paseo por las grandes estaciones ferroviarias de Londres. Eran un puñado y en general eran oscuras y hasta tétricas (por ejemplo, en una vieja estación subterránea abandonada llegaron a montar un museo del horror y la tortura). En las horas punta (rush hours) se amontonaban, igual que hoy día, multitudes de apresurados commuters (gente que viaja y hace transbordo para ir de su casa en el campo al trabajo en la ciudad, y viceversa). Pero yo sólo quiero destacar aquí la vieja y nostálgica estación Victoria, antiguo punto de salida hacia Europa, protagonista del comienzo de novelas de grandes viajes transcontinentales. (Hoy ha cedido la primacía a la modernizada estación de Waterloo, con su conexión europea vía túnel del Canal de la Mancha, o Chunnel).


En mi querido Madrid recuerdo con especial cariño la estación del Norte, que fue languideciendo hasta reconvertirse en un centro comercial y en una estación de metro y cercanías. La vieja estación de Delicias, con el primer tren que hubo en la capital, con destino a Aranjuez, hoy museo del ferrocarril.. Y la vieja Atocha, irreconocible hoy día. La nueva y permanentemente inacabada estación de Chamartín, fría e impersonal, no cuenta, como no cuenta ninguna de las estaciones españolas y europeas para los trenes de Alta Velocidad, todas iguales y sin alma.


Último recuerdo nostálgico para la desaparecida estación del Norte, al final del paseo de San Juan, en mi admirada ciudad de Barcelona.


De mis numerosos recuerdos ferroviarios voy a terminar estas notas con dos anécdotas intrascendentes (pero rigurosamente auténticas) que viví hace mucho tiempo en sendos viajes en tren.


-Rutas de Francia, 1963, en tiempos convulsos de la guerra de Argelia. Yo viajaba a París, en un departamento cerrado de tercera clase, junto a varios compatriotas que iban a trabajar al cinturón industrial de la capital francesa. Alegría ruidosa, bocadillos y cervezas. Y la mayoría de mis paisanos, fumando. Entra el revisor y les echa una bronca: terminantemente prohibido fumar. ¿Por qué?, replican ellos; Estamos solos, nadie se entera, no molestamos. ¿Le molestamos a usted?, me preguntan. Y yo, por solidaridad nacional, les doy la razón: no me molestan. El revisor insiste y ellos también. El revisor se va y regresa poco después con un policía con la metralleta lista para actuar: o dejan de fumar o se los lleva a todos detenidos. Muchachos, digo yo, tratando de mediar, dejen de fumar, esto es Francia y aquí las leyes se cumplen.


-Rutas de España, hacia 1965, desde Avilés, Asturias, hacia Madrid. Tren nocturno, coche cama, departamento para mí solo. He cenado en Avilés, pero me he traído una tableta de chocolate con leche, envuelta en papel de aluminio, para tomar algo a medianoche, por si me entra el apetito. Me pongo el pijama, me acuesto (más bien malamente, en la estrecha y zarandeada cama del tren), duermo de todas formas y ya de madrugada me despierto y me acuerdo del chocolate. Así que me siento en la cama y busco la tableta. Pero, oh, sorpresa: la envoltura de aluminio se ha convertido en una especie de serrín en brillantes bolitas. Y el chocolate está a medias, mordisqueado por todas partes. El mozo del vagón acude a mi llamada, mira el destrozo y sonríe de oreja a oreja. -No se asuste, señor, me dice. Eso es cosa del ratón- ¡Cómo!, respondo, ¿llevan ustedes un polizón a bordo?-. -Sí, señor. Y no podemos atraparlo. Es muy listo. Ya le hemos tomado cariño y lo consideramos como de la familia. El hombre me nota realmente indignado y vuelve a sonreír:- Cuando lleguemos a Madrid, pase usted por las oficinas y rellene una hoja de reclamaciones- Me siento abrumado: -¿Cree usted que servirá para algo?- ¡Naturalmente, señor -y sonríe por tercera vez-. En breve plazo le pagarán el importe de la tableta de chocolate.


Tengo más anécdotas ferroviarias en el agujereado saco de mis recuerdos, que si me permitís os contaré en otra ocasión. Gracias por vuestra atención.


Miguel Garrido




lmagen cedida a - edad de niebla - por A.F Collado



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