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Vivencias de la Guerra Civil española.

Madrid

Portada de un diario de 1937. Archivos de ABC


En julio de 1.936, al comienzo de la Guerra Civil española, yo tenía seis años y ocho meses, vivía en Madrid, mi ciudad, y era un niño feliz de clase media, arropado por sus padres y acompañado por una hermanita tres años más joven. Pero la explosión y la cercanía de la guerra supusieron para mi mente infantil un golpe tan fuerte que hoy, ochenta y tantos años después, todavía me han quedado en la memoria, como grabados a fuego, numerosos recuerdos e imágenes de aquellos dramáticos años.


Grupos de mujeres y niños, cargados con bultos y maletas, corriendo calle arriba, huyendo y gritando: "¡Que vienen los moros!"


Y al mismo tiempo, camionetas con hombres armados, yendo calle abajo, a toda velocidad, para contener a las tropas de Franco que llegaban a las puertas de Madrid.


Densas columnas de humo negro al fondo de mi calle. (Luego supe que se trataba del incendio de la Cárcel Modelo).


Acababan de caer varias bombas de aviación sobre la plaza de Santo Domingo (allí vivía un tío mío). Tejados ardiendo y hombres apagando los fuegos. Y una voz gritando: "¡Todo el mundo fuera!" "¡En aquel balcón hay una bomba sin explotar!".


Hermosos dibujos, mapas y paisajes en relieve que los milicianos hacían en las calles con yesos y tizas de colores, para recaudar fondos con destino a la guerra.


Teníamos una asistenta muy alta y delgada, llamada Maruja, que vino a despedirse de nosotros porque se iba al frente. Estaba vestida de miliciana, con camisa blanca, pantalones, correajes, gorro. Y yo hice un dibujo en el que una chica alta como un ciprés agarraba con la mano un avión enemigo y abría una boca inmensa y llena de dientes para comérselo de un bocado. (Este dibujo me acompañó durante muchos años, hasta que lo perdí en uno de mis traslados).


Por la noche, Madrid se quedaba a oscuras, para desorientar a los aviones enemigos. Sonaban las sirenas y varios vecinos de la casa nos reuníamos, muertos de miedo, en una vivienda del entresuelo. Y un vecino, que era ciego, intuía o sentía que algo iba mal, porque gritaba (en voz baja): "¡Esa luz! ¡Apagad esa luz!"


Carrera loca, escaleras abajo, a media tarde, entre vibraciones y polvo que caía del revoco de las paredes: una pequeña bomba había caído en el tejado, sacudiendo el edificio. Confusión y gritos por todas partes.


Manolito cierra las persianas del balcón para que no le puedan ver desde fuera, y me dice "Te voy a enseñar cómo saludan los fascistas". Se cuadra ante mí y levanta el brazo derecho en el viejo saludo romano. Yo le miro, fascinado, y le imito. Y él sonríe: "No se te ocurra hacerlo en público".


Manolito tiene dieciocho años y combate a la salida de Madrid, en el frente de la Ciudad Universitaria. Como estudiante de ciencias y miembro de la FUE (Federación de estudiantes de izquierdas) ha sido nombrado teniente del ejército republicano. A Manolito le han dado un permiso de un día -o se lo ha tomado, la disciplina de aquel ejército variopinto era bastante laxa- y ha venido a ver a sus padrinos, que son mis abuelos maternos. Y el saludo fascista que me enseñó aquella tarde y no se podía repetir en la calle, se convirtió en un gesto obligatorio al final de la guerra y durante muchos, muchísimos años.


Última imagen de mi Madrid en guerra: el esqueleto de un edificio de varias plantas destrozado por las bombas. Mi padre me dijo "Mira una casa moderna por dentro: hormigón y hierro". Estábamos haciendo cola ante la oficina donde se organizaba la evacuación de familias hacia levante.


Historia contada por Miguel Garrido


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