Edad de Niebla
Volver a Lirinca

Los hermanitos jugaban a Lirinca, un país imaginario que el niño inventaba día a día.La guerra civil de España había terminado hacía tres meses y corrían tiempos difíciles, especialmente para los vencidos. A causa de sus ideas republicanas, el padre de los niños estaba preso en el antiguo convento y colegio de San Antón de Madrid, convertido en cárcel, en espera de juicio. Y la madre, con muy escasos recursos, luchaba para salir adelante.
Pero los chiquillos vivían en su mundo privado. Miguel tenía nueve años, Saritín iba a cumplir siete.
La capital de Lirinca se llamaba Mangal. El país tenía himno, moneda y ejército propios. Sobre todo esto último. Los niños dibujaban los militares por los dos lados del papel. Soldados, capitanes y generales de Lirinca, todos de perfil, como antiguos egipcios, y casi todos con máscara antigás y bayoneta calada- Después coloreaban los uniformes con toda la gama del arco iris y escribían debajo el nombre, apellido y rango de cada militar, en el cuadradito de papel que luego, al doblarse, servía para ponerlos en pie, porque un ejército debe estar perfectamente organizado y controlado para que no le ocurriese lo que al derrotado ejército de la república. A continuación recortaban los dibujos: la niña con todo cuidado y precisión, el chico, más impaciente, se llevaba por delante la cuchilla de alguna bayoneta. Por último, con el ejército en pie y en perfecto orden, se realizaba el desfile y la marcha a la guerra.
Miguel era el rey de Lirinca, Saritín, que obedecía y ayudaba al monarca, pero que también aportaba ideas valiosas, desempeñaba en sus juegos una gran variedad de papeles, desde princesa a enfermera del ejército. Pero su interpretación más notable y repetida era la de espía. Saritín se infiltraba en las filas enemigas y conseguía valiosas informaciones que permitían ganar la guerra. La niña era condecorada unas veces, con polícromas medallas también dibujadas y recortadas, y otras, descubierta y fusilada. Cuando esto último ocurría, la espía cogía una rabieta tremenda y el rey tenía que resucitarla y casarla con el ministro de la Guerra para que se calmase.
Han pasado más de diez años. Mi padre ha muerto joven, mi madre lucha contra una enfermedad que muy pronto se volverá terminal, Saritín, mi hermana, estudia música, trabaja, cuida de mamá. Yo soy un veinteañero solitario y soñador. Y ahora vivo, vivimos, en una casa y en una ciudad distintas a las de nuestra infancia.
Acabo de encontrar, entre los objetos que ha conservado a lo largo de peripecias y mudanzas, un sobre grande y abultado, cuidadosamente cerrado y con un escueto rótulo escrito en la fachada con temblorosas letras infantiles: LIRINCA.
Con manos impacientes he abierto el sobre. Y de su interior han empezado a surgir pequeñas figuras dibujadas en papel y recortadas con mayor o menor acierto: soldaditos, cañones, tiendas de campaña, medallas. De golpe, toda mi infancia de postguerra ha vuelto a mi memoria y la vista se me ha nublado con frías lágrimas de emoción.
Me ha escapado de la realidad y he vuelto a Lirinca. Y ahora, en estos días de reencuentro con el niño que fui, imagino la geografía, la historia, la religión, las costumbres, el idioma de mi recobrado país imaginario. Y resumo todo ello en un mapa dibujado sobre una cartulina de un metro cuadrado que he enmarcado y colgado en mi pequeño despacho. Allí aparecen ciudades, cordilleras, ríos, valles y bosques, una costa abrupta y recortada en el oeste y con suaves playas de arena fina en el este, porque obviamente Lirinca es una isla. Más los escudos, las banderas, las referencias económicas y sociales de las ocho provincias de mi país, que debe de tener una superficie parecida o algo mayor a la de Irlanda. O sea, en torno a la cifra redonda de cien mil kilómetros cuadrados. Los años han seguido pasando, con rapidez creciente. Mamá murió muy joven también, mi hermana se fue a Inglaterra, allí fundó su propia familia y allí murió. Yo me he vuelto a mudar de trabajo, de casa y de ciudad, me he casado, tengo hijos y nietos, he envejecido. Pero el sobre de los recortables (ya muy mermado a causa del uso y las pérdidas) y especialmente el mapa de Lirinca me han seguido discretamente. Y en mis momentos de soledad, de desánimo o de nostalgia viajo de regreso a mi mundo imaginario, donde en unos minutos de paz y fantasía recobro las fuerzas y el deseo de vivir.
Ese es mi pequeño secreto, amigos míos. Así que si me llamáis por teléfono y no contesto, podéis suponer que he viajado de nuevo a Lirinca, un país donde, por cierto, no hay teléfonos, ni redes sociales, ni internet, alabado sea el Señor.
Colabora :Miguel Garrido- Madrid
lmagen: foto del mapa de Lirinca y su entorno.