Cuantas veces en nuestras vidas hemos tocado madera ante el deseo de que las cosas vayan bien, de que los proyectos que vamos a emprender salgan satisfactoriamente o de superar algunas adversidades que nos encontramos en el camino. En fin, un gesto y un dicho rodeados de pura superstición pero que hacemos instintivamente y por la costumbre que nuestra cultura popular nos ha inculcado, aunque todo tiene un origen.
Durante muchos siglos antes de la romanización los pueblos del área céltica que ocupaban gran parte de Europa, adoraban a los árboles a quienes consideraban la representación de los dioses en la tierra. Otras culturas antiguas de otros lugares distantes del mundo tenían en común con los europeos el culto a los árboles. Para los celtas los bosques eran sus templos sagrados. El árbol por este carácter sacro servía como medio para enviar las dolencias y los malos espíritus y las energías negativas a la tierra. También estaba dotado de un don apotropaico, que cuando la “mala suerte” y las desgracias caían en una famlia, se recurría a estos elementos vegetales. El sacerdote o druida celebraba ritos y ensalmos en las ceremonias llamadas “enramadas sagradas”, aquellos lugares del bosque considerados principales templos donde residían sus deidades. Y una de las acciones a las que obligaba el acto ritual era a abrazar a un determinado árbol con el objetivo de rogar a su divinidad, de alejar todo lo negativo y/o pedirle buena suerte.
Con la cristianización esta superstición se fusionó con la madera de la Santa Cruz donde murió Cristo crucificado. Y resultado de ambas creencias es nuestra costumbre de tocar madera como signo de atraer a la buena suerte o de que esta no se nos vaya. Ya que la madera tiene la potestad de atrapar a los malos espíritus haciéndoles caer a las profundidades de la tierra, y es canalizadora de la buena suerte que nos transmite abrazando su tronco o simplemente tocando algo que contenga madera.
Imagen de - edad de niebla -