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Y de pronto, Antonio empezó a perder la brújula de su vida

Un relato del escritor Miguel Garrido para esta sección de Historias contadas



Personas desorientadas


Hay personas a quienes les estorba la vida.

Les pesa. Les abruma. No la saben usar.

El libro de instrucciones perdieron en la huida

y viven sin familia, sin amor, sin hogar.


Este cuarteto forma parte de un largo poema que escribí hace muchos años en homenaje a mi amigo Antonio M.Q., cuya historia, entre dramática y grotesca, resulta un buen ejemplo de lo que no debemos ser ni hacer.



Antonio era un muchacho de buena familia, cuyos padres murieron jóvenes, dejándole una pequeña fortuna a compartir con un hermano dos años menor que él.


Nuestro amigo se hizo profesor mercantil en la Escuela de Comercio de Valladolid, nuestra ciudad, y luego se doctoró en Bilbao como intendente mercantil. Era un buen estudiante, serio y aplicado, e hizo la carrera sin grandes esfuerzos. A mí, más joven que él y también profesor mercantil, me animó a seguir sus pasos en Bilbao, me dio datos y direcciones, un par de libros y unos apuntes. Y yo, naturalmente, le hice caso.


Y de pronto, Antonio empezó a perder la brújula de su vida. No sé si tuvo algún desengaño amoroso: el pobre era feo, desgarbado, medio bizco, hablaba canturreando y espantaba a las chicas. Lo cierto es que se unió a un grupo clandestino de jóvenes contra la dictadura franquista. Era un grupo más romántico que práctico, hacían algunas pintadas nocturnas en edificios públicos, imprimían hojas subversivas para meter, muertos de miedo, en los buzones de las casas. La omnipresente policía los tenía fichados y vigilados y de vez en cuando les daba un susto y unos porrazos, sin pasar a mayores, porque la mayoría de ellos eran hijos de gente influyente del Régimen.


Un día, Antonio liquidó todas sus propiedades, repartió el dinero con su hermano y se fue a América. No supimos nada de él hasta dos años después, que regresó de manera fugaz. Había envejecido, hablaba entre susurros, nos contó que había estado en la Cuba de Fidel Castro. Poco después volvió a marchar: Me voy a Bolivia, a luchar en la guerrilla del Ché Guevara… Regresó de nuevo, pero esta vez repatriado a cargo del Estado y más pobre que una rata. Había perdido el rumbo definitivamente. Me persiguen…, murmuraba, mirando a todas partes con su ojo estrábico. Pero, ¿quién te persigue?- Ellos, son ellos, están en todas partes, quieren apoderarse de mi alma, tengo que huir… Yo le daba algún dinero, acordándome de sus consejos y sus apuntes. Me contó también que su hermano le había encerrado en un manicomio. Pero yo no estoy loco, mi hermano está con ellos, he conseguido escapar… Y volvía a huir.


Poco después me llamaba por teléfono, en Madrid, donde vivo desde hace muchos años. Me citaba en la vieja estación del Norte. Estaba hecho una verdadera ruina, andrajoso, viejo, maloliente… Vengo de La Coruña, voy a Barcelona. Tengo que seguir huyendo… Yo le volvía a dar dinero. Una semana más tarde me volvía a citar: Vengo de Barcelona, voy para Sevilla- ¿Y de qué vives, Antonio? Vendo billetes de lotería entre los turistas. Yo le daba dinero para comprar la lotería que revendía. Y así varias veces más, yendo y viniendo desde y hacia todos los rincones de España. Una tarde me llamaron desde la estación de Atocha: Aquí hay un señor en silla de ruedas que nos ha dado su dirección. Venga a recogerlo. Y efectivamente, Antonio estaba en silla de ruedas, incapaz de moverse, aunque no sufría ninguna enfermedad y su mal era puramente imaginario. Me voy a Alicante, me dijo. Entre dos o tres empleados de RENFE y yo mismo lo subimos al tren, con silla incluida, soportando sus manotazos y gritos destemplados. Y aquel tren, por su culpa, salió con diez minutos de retraso, entre las bromas y los insultos de los viajeros.


Su última visita me dejó un regusto amargo. Volvía a andar normalmente, pero su aspecto era aún más lamentable que de costumbre. Inspiraba más repulsión que lástima y la gente pasaba a su lado procurando no rozarle. Me voy a Holanda, me dijo. Quiero morir de una vez y allí la eutanasia es legal. Fue inútil tratar de convencerle. Antonio se fue y desapareció para siempre de nuestras vidas.


Han pasado muchos años desde entonces, pero lo recuerdo con frecuencia, con un cierto sentimiento de culpa y frustración. Y pienso melancólicamente que aprendemos más con los malos ejemplos que con los buenos consejos.


Miguel Garrido.

Madrid, 31.03.2022.


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