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  • Foto del escritorMerche Toraño

No era el alcanfor



Caminando por un centro comercial de la capital del reino me crucé con una señora de esas que aparentan rancio abolengo, que todavía queda alguna en esta viña del señor. Cuando pasó a mi lado dejó una estela de un olor que mis receptores olfativos, todavía no atrofiados, identificaron perfectamente como conocido. Hacía mucho mucho tiempo que no percibía aquel aroma fuerte, áspero, y recurrente a lo largo de mis años de niñez y adolescencia.


Aquella señora alcanforada y de vetusto aspecto me hizo recordar a todas las abuelas, especialmente a la mía, cuando al final de temporada de invierno y comenzar el buen tiempo, previendo el calor, colocaba en los muebles donde se guardaba la ropa unas bolitas blancas del tamaño de una canica. Y me decía, mientras veía que la observaba en esa tarea de prevención: “ Cuando busques algo en el armario procura no tocarlas y, si lo haces, no lleves las manos a la boca sin antes lavártelas”. Ese tipo de advertencias no hacían más que despertar curiosidad en mi mente infantil ¡Vaya! Qué puede ocurrir si se tocan. No voy a morirme si después tengo opción a lavar las manos. Algunas amas de casa, las depositaban directamente en un estante del armario, otras más detallistas las metían previamente en saquitos de tela o en bolsitas hechas a ganchillo o crochet (como las de la foto que ilustra este escrito, tejidas con primor por mi tía Conchi). Las toqué muchas veces y no pasaba nada, pero siempre tuve buen cuidado de no llevarme los dedos a la boca porque ahí sí que la recomendación de mi abuela parecía revestir gravedad. Tardé mucho tiempo en conocer que el causante del riesgo del que me alertaba, porque podía ocasionar problemas de salud, era el Naftaleno, ingrediente activo de las bolas o pastillas.


Esas bolitas de color blanco, queriendo tirar a translúcido, y de material blando y volátil llamadas de alcanfor o naftalina, y que se podían comprar en cualquier tienda o droguería, eran distribuidas generosa y estratégicamente entre la ropa guardada para envenenar a las polillas. Se iban evaporando poco a poco, y disminuyendo de tamaño hasta desaparecer por lo que había que llevar control y reponerlas si no se quería que esas mariposillas con apariencia inofensiva, pero voraces, se pegaran el gran banquete sin necesidad de mayor despensa que nuestros abrigos, trajes, vestidos, ropa de cama o cualquier otro elemento confeccionado con telas.


Eran esas épocas en que los tejidos sintéticos derivados mayoritariamente del petróleo no eran demasiado conocidos y se usaban los naturales para nuestra indumentaria y los enseres textiles de la casa: hilo, lino, lana, rica seda o “de buen paño”, que se decía. significaban un bocado exquisito para las listas. y de buen gusto, polillas, que durante la temporada estival se convertían en despiadadas ocupas en los guardarropas de las casas. Pero no corren buenos tiempos ya para ellas. Los tejidos actuales no son biodegradables como aquellos ni tan transpirables por lo que facilitan la producción de bacterias, si no los lavamos con mucha frecuencia, y no les resultan apetecibles. Ya no son su comida favorita.


¡Cuántos simples, y pequeños o grandes recuerdos puede traernos un olor! Cuántos momentos vividos alcancé a rememorar gracias a aquella mujer que, como quien no quiere la cosa, irrumpió en mi espacio social y sin, ni tan siquiera, enterarse me introdujo en evocaciones placenteras que, por un rato, me hicieron olvidarme de lo que me rodeaba para situarme como espectadora de una sucesión de imágenes trasnochadas pero agradables por pertenecer a vivencias propias de una etapa de mi vida sin complicaciones . Algunas como cuando, al llegar el frío y recurrir a la ropa de abrigo, todo el aire que me rodeaba olía de la misma forma, otra vez ese olor a naftalina que tardaba dos o tres días en desaparecer una vez ventiladas las prendas . O aquel sarpullido que se manifestaba en mi cuello y parte alta del escote cuando pasaba algunas horas fuera de casa, y que no desaparecía hasta que me ponía el pijama para ir a dormir. Me ocurría en invierno por lo que sospechaba como poco probable que me lo produjera la picadura de algún pequeño insecto. Si hubiera sido ahora seguro que le habría echado la culpa a alguna persona tóxica en mi entorno, pero era joven y no había descubierto todavía la mezquindad humana. Se me ofrecían algunas alternativas para descubrir el misterio ¿Algún alimento cuya ingesta no era muy tolerada por mi organismo? ¿El vapor del alcanfor impregnado en mi ropa durante su letargo veraniego? Esta última suposición fue tan aceptada por mi que, un día, pedí a mi familia que durante ese verano no pusiera las bolitas en mi armario. Eso supuso la pérdida de varias prendas de vestir cuando las rescaté de su encierro estival. Estaban llenas de agujeritos, carcomidas por las polillas. El sarpullido volvió a presentarse, pero ahora mi ropa no olía a naftalina. Me convencí de que lo que me quedaba era ir observando en qué situaciones me brotaban esos diminutos granitos .Solo me pasaba en invierno, estación en la que vestimos muy abrigados en el norte de España. Y me fui dando cuenta que ocurría cada vez que me ponía algún jersey de cuello alto ¡de lana sin ninguna mezcla! Solo lana ¡Ya está! Tenía alergia, una ligera alergia a la lana. Ahí radicaba todo el mal. Un suave y cálido tejido natural era el causante de las molestias.


¡No era el alcanfor!


Volví a la realidad saliendo del centro comercial sin haber intentado encontrar lo que iba buscando. Había ocupado media tarde en pasear sin ver, distraída solo con mis recuerdos, gracias a la señora de vetusto aspecto y olor a naftalina.

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